Para ser libre, a la gente no le basta con los derechos a votar o a expresarse sin cortapisas, sino que necesita derechos sociales y condiciones materiales para vivir sin miedo a la arbitrariedad ni dependencia de los caprichos de los más fuertes

Este 6 de diciembre se cumplirán cuarenta años de vigencia de la Constitución Española de 1978. Una constitución no es sólo la norma suprema de un pueblo, es también la plasmación de las condiciones mínimas y las aspiraciones de una sociedad para ordenar su convivencia: un contrato social que, al mismo tiempo que consolida un equilibrio de fuerzas, consagra un horizonte hacia el que mirar juntos.

Perderíamos una ocasión histórica si dedicásemos el cuadragésimo aniversario de la Constitución a un debate exclusivamente historiográfico: sobre lo que hace cuatro décadas se hizo o se pudo hacer. Cada generación tiene un reto histórico y la que hoy se abre paso en la política española no tiene ante sí la tarea de enmendarle la plana a la anterior sino la de construir un nuevo acuerdo intergeneracional que rehaga el contrato social, hoy hecho añicos.

España ha sufrido en la última década una deriva oligárquica que ha roto los equilibrios sociales concentrando demasiado poder y riqueza en la cúspide de la pirámide en perjuicio de la amplia mayoría de la población. El ámbito y el alcance de la soberanía popular se ha ido estrechando mientras el poder despótico de los privilegiados ha ido transformando nuestra vida cotidiana eliminando la seguridad en el empleo, dejando en papel mojado el derecho a la vivienda, jibarizando la negociación colectiva o golpeando a la sanidad y la educación públicas. En suma, sustituyendo derechos de ciudadanía por la incertidumbre, el miedo al mañana y la precariedad como único horizonte vital para las mayorías. Esta evolución nos ha hecho más débiles como sociedad. Ha erosionado la confianza en la democracia e hipoteca las posibilidades de desarrollo económico de una España cuarteada por la desigualdad.

En toda Europa las mayorías sociales golpeadas por las políticas del “sálvese quien pueda” están demandando seguridad y sentido de pertenencia a algo más trascendental y más grande que la soledad del individuo. Si los demócratas ignoramos este anhelo, los reaccionarios correrán a responderlo con el odio del penúltimo contra el último. Frente a algunos temibles ejemplos actuales en Europa, en España –como en Portugal– somos los demócratas, los partidarios de la justicia social, quienes tenemos que anudar pueblo nación en un sentido progresista y de solidaridad cívica: una patria que cuida del otro y extiende la soberanía popular. Una comunidad que reconoce su diversidad constitutiva y, en lugar de negarla o resignarse a la fragmentación y la incertidumbre, quiere unir a los diferentes en torno a la seguridad de los derechos y una voluntad colectiva de futuro.

La historia de las democracias contemporáneas es la del compromiso entre el principio liberal y el principio democrático. Nuestra Constitución también refleja un equilibrio entre esos dos polos de principios que, con buen sentido, se quiso hacer compatibles. Sin embargo, casi desde su promulgación, tanto la constitución material como la Constitución formal han ido sufriendo modificaciones que han ido afirmando más el principio liberal por encima del de carácter más social o democrático: la modificación del artículo 135 para dar prioridad al pago de los intereses de la deuda por encima de la inversión social es el ejemplo más dramático al respecto. Quienes defendemos una visión republicana de la libertad afirmamos que para ser libre a la gente no le basta con los derechos –sin duda claves– a votar o a expresarse sin cortapisas, sino que al mismo tiempo necesita derechos sociales y condiciones materiales para vivir sin miedo a la arbitrariedad ni dependencia de los caprichos de los más fuertes. Al mismo tiempo que la calidad de una democracia se mide también por su capacidad de someter a los “poderes salvajes” al contrato social, la rendición de cuentas y el respeto hacia la comunidad.

El acuerdo progresista para unos presupuestos que comiencen el camino de la redistribución no se agota en sí mismo: debe ser el inicio de una ofensiva política para constitucionalizar los derechos degradados durante la crisis y una nueva oleada de derechos de nueva generación –al medioambiente, a la infancia y la vejez, a los bienes comunes como el agua o la energía–. Tras el desastre protagonizado por la oligarquía, en España es de nuevo el pueblo quien tiene que echarse al hombro la tarea de poner orden, reconstruir la sociedad y rehacer un país más seguro para vivir.

La reforma de la Constitución que necesitamos es aquella que blinde los derechos sociales. En primer lugar fijando un suelo mínimo de gasto social, en una suerte de “135 al revés” que fije a continuación la estructura de ingresos necesaria. En segundo lugar, llevando derechos como la vivienda, la vejez o el medioambiente del capítulo III del título I de la Constitución –el de los principios rectores– al capítulo II –el de los derechos y libertades directamente exigibles ante las instituciones–. Solo así dejarán de ser papel mojado y se harán garantías tangibles que protejan a la mayoría social golpeada. En este sentido, merece un capítulo aparte la larga deuda de la Constitución con las mujeres. Una Constitución que tuvo solo “padres”, que no garantiza la efectiva igualdad de hombres y mujeres, y que en cuanto a derechos sexuales y reproductivos, derecho a los cuidados o a una vida libre de violencia machista está terriblemente atrasada. 2018 ha sido el año del cuarenta aniversario de la Constitución, pero también –y por encima de todo– el año del feminismo: un impulso renovador y democrático imparable, destinado a tener en nuestro país un protagonismo central en la agenda legislativa del próximo tiempo y que por tanto debe impactar en la constitución.

En tercer lugar, es preciso subrayar que en España la reforma del modelo territorial y el blindaje de los derechos sociales son dos procesos necesariamente conectados. La gestión neoliberal y la recentralización de competencias han ido de la mano: Montoro puso bajo tutela y asfixia a los ayuntamientos para evitar políticas que demostrasen que las cosas podían hacerse de otra manera, y el recurso abusivo al Tribunal Constitucional, no sólo no ha contribuido a cerrar la crisis territorial sino que ha roto la confianza entre las comunidades autónomas y el Estado y ha servido a menudo al servicio de la agenda de la austeridad neoliberal. Por tanto, la federalización de nuestro país debe descansar en los estatutos de autonomía como fuente de derechos, con la Constitución como suelo mínimo que habilite, a partir de ahí, mejoras sociales en los territorios donde ya haya mayorías para ello. 2019 debe abrir un ciclo de reforma de los estatutos de autonomía para constitucionalizar en ellos los derechos sociales erosionados y una generación de derechos más ambiciosa –a los bienes comunes, a la conservación ecológica o a la vejez– y construir una irreversibilidad relativa: un suelo mínimo que blinde conquistas sociales a partir de las cuales nadie pueda retroceder aunque se sucedan distintos gobiernos, porque se encuentren ancladas ya en la vida cotidiana, en los códigos jurídicos, en el sentido común y en el modelo de desarrollo. Cualquiera que quiera coser las cuatro brechas que hieren la cohesión de nuestro país –la económica, la plurinacional, la de género y la generacional– debe enfrentarlas en su conjunto si quiere tener éxito.

La ley del más fuerte y los privilegios para una minoría han fracturado la sociedad y roto nuestra confianza en el futuro. Tenemos que reconstruir el contrato social ajustando la Constitución del país oficial a las necesidades y esperanzas del país real 40 años después, del país que ya somos. La oligarquización del país no ha empujado a España “hacia la derecha”, ha hecho algo más grave: la ha fracturado y puesto del revés. Y es en ese clima, en la arbitrariedad y el desorden, donde nacen los monstruos. Por eso hoy la tarea es reconstruir la sociedad y poner el país del derecho.